viernes, 5 de enero de 2024

DON AMBROSIO SUÁREZ DEL ÁGUILA

Vivió durante los reinados de Felipe II y Felipe III. Descendía del obispo don Alonso Suárez de la Fuente del Sauce, casó con doña Isabel de Biedma y no tuvo descendencia. Fue elegido gobernador de la Santa Capilla en 1607 y 1613. Ejerció durante muchos años su oficio de caballero veinticuatro de Jaén al que renunció, a favor de don Juan Coello de Portugal, en 1617. En 1611 era el regidor más antiguo del Cabildo municipal y uno de los más poderosos e influyentes gracias a sus conocimientos, su lucidez y su experiencia. Contaba con una sólida formación, escribió, al menos, un tratado sobre cuestiones nobiliarias y tuvo fama de gran lector. Fue además un hombre que hablaba claro y sin miedo. Los corregidores de su tiempo, en sus cartas a los consejeros de Castilla y a la Corte, dieron buena cuenta de su independencia e influencia. En su temperamento y en sus ideas, coincidió con don Alonso Vélez Anaya y Mendoza, del que nos ocupamos en una anterior entrega de Siempre, y que también gobernó la Santa Capilla a mediados del XVII. Tengo por seguro que esta conducta les costó, a uno y a otro, no hacer carrera pues, por su linaje, preparación y rectitud, bien podrían haber desempeñado un buen corregimiento e incluso puestos de mayor rango. Así eran y son las cosas.

Las posiciones políticas y el estilo de don Ambrosio Suárez del Águila representan con notoriedad el espíritu de la España que vivió el paso del siglo XVI al XVII. Sus estudios históricos, sus contactos con las más altas instituciones y su pertenencia a una élite, bien informada de lo que pasaba en el mundo, le permitieron fundamentar con rigor sus opiniones.  A don Ambrosio, formado en el tiempo de Felipe II y testigo de los primeros signos de declinación de nuestro imperio, le dolían los males que mortificaban a la Monarquía Católica. España estaba asediada por mil enemigos y había que defenderla. No quedaba más remedio. Consideraba, y así lo expresó ante el Cabildo municipal en 1600, que el Rey debía armarse y hacerse con “fuerzas bastantes para defender y castigar las insolencias y atrevimientos de tantos enemigos y tan poderosos que, con tanto cuidado, procuran disminuir y arruinar los estados de Su Majestad y su real nombre y reputación y de la nación española”. Todos debían contribuir a la defensa de los reinos, señoríos y vasallos que “Rey tan poderoso” había recibido de Dios aunque don Ambrosio sabía que la mayor carga sería soportada por “los de Castilla, Andalucía y Reyno de Murcia que como cabeza de todos los demás y que con más lealtad y fe sirven a Su Majestad, deven ser antepuestos a ellos y la reputación de su Real Persona y de la nación española”. Bien valía la pena, por tanto, hacer este sacrificio por España que “con tantas ventajas a sido y es reconocida sobre todas las del mundo desde que Tubal, su primer poblador, hizo asiento”. Era obligado empuñar la pica con ánimo y, cuanto antes, lidiar con los enemigos de siempre -franceses, protestantes y turcos- en sus propias casas y así “desviar deste [Reino] la guerra y trabajos de ella, el qual medio es el más cierto para goçar de los españoles de la paz y tranquilidad que tantos años han goçado que es el fin principal de todo buen gobierno”.

Este viejo gobernador de la Santa Capilla, don Ambrosio Suárez del Águila, siempre realista, no expresaba fantasías trasnochadas o nostálgicas. España todavía tenía fuerzas suficientes para mantener su reputación y su hegemonía en Europa. Años después, al expirar la Tregua de los Doce Años, esta voluntad de rearme inspirará las líneas fundamentales de la política exterior española defendida por don Baltasar de Zúñiga y por el conde duque de Olivares. Décadas después, ya lo sabemos, todo acabó en derrota. Mucho más podríamos escribir sobre don Ambrosio Suárez del Águila; sobre su familia, sobre su visión de la situación económica de Jaén y sobre ciertos rasgos de su carácter. Quede esto pendiente para otra ocasión.

(Ángel Aponte Marín, publicado en Siempre, Santa Capilla de San Andrés, número 15, 2023)


jueves, 4 de enero de 2024

DON MAXIMIANO FERNÁNDEZ DEL RINCÓN

Nació en Jaén en 1835 dentro de una familia de clase media. Sus padres fueron don José Fernández del Rincón y Anguita, que había sido secretario de la Prefectura de Jaén en 1812 y afrancesado por convencimiento o fuerza mayor, y doña Gregoria de Soto Dávila. No le faltaban antecedentes linajudos, muy valiosos todavía pero que iban a menos en aquella España recién salida del absolutismo y cambiante a fuerza de revoluciones, sobresaltos y pronunciamientos. Así, don Maximiano tomó la meritoria senda del estudio para labrarse un porvenir y, tras pasar por las aulas del Instituto Virgen del Carmen, obtuvo el título de Bachiller en Filosofía. A los diecisiete años ingresó en el Seminario San Felipe Neri de Baeza del que, tiempo después, sería rector. En 1859 era ya presbítero y, a fuerza de ganar oposiciones, accedió al nombramiento de párroco del Sagrario de Baeza y después, en 1866, pasó a serlo del Sagrario de Jaén. Al año siguiente fue recibido en la Santa Capilla de San Andrés. En 1871 era lectoral de la Catedral de Granada en cuyo seminario impartió clases. Es evidente que don Maximiano tuvo una sólida formación pues fue licenciado y doctor en Sagrada Teología, bachiller en Derecho Canónico y profesor de Filosofía, Teología Dogmática y Moral, Hebreo, Oratoria Sacra, Sagradas Escrituras, Matemáticas, Lógica, Metafísica y Ética. Nada que ver con la imagen del clérigo cerril, esperpéntico e ignorante difundida por las publicaciones anticlericales de su tiempo y que, lamentablemente, hoy muchos dan por cierta contra todo rigor histórico. Fue, además, examinador sinodal de las diócesis de Granada, Tarragona, Córdoba y Pamplona y director del Seminario de Baeza. 

Tantos títulos y dignidades no hicieron de él un hombre engolado y pedante sino que, así lo afirman los que lo conocieron, se caracterizó por su trato sencillo, nada ostentoso y de gran simpatía personal, algo que destacó la Reina Regente, Doña María Cristina de Habsburgo que no debió de ser persona fácilmente impresionable y que dijo de él: “no he conocido en mi vida un obispo más simpático, más ilustrado y más humilde”. Tampoco fue un hombre retraído y encerrado en sí mismo pues supo estar en el mundo y bien atento a las nuevas corrientes de su tiempo. Tuvo también aficiones poéticas y participó en la Corona poética esparterista con su composición “En felix restauración de la libertas”  y en El romancero de Jaén, dedicado a Isabel II, con un romance caballeresco, medievalizante y tardorromántico, “Los doce leones de Úbeda”, que comenzaba “ Volaba de triunfo en triunfo, / Alonso rey de Castilla, / onceno ya de su nombre, / primero en glorias cumplidas.” También escribió libros religiosos con títulos como Permuta de Corazones, Desposorio del Alma y Escuela de humildad que nos recuerdan el mundo descrito por el Padre Coloma en Pequeñeces.

Prueba de su modernidad fue su interés por la prensa, un medio que consideraba de gran influencia social y de indudable utilidad para difundir los principios católicos. En su mocedad colaboró en cabeceras tan desenfadadas como El recreo de la juventud (1857), un semanario “literario científico” de vida muy efímera pues, como indica Checa Godoy, apenas se mantuvo durante dos o tres meses y donde publicó sus primeros poemas Bernardo López, de la misma generación que nuestro personaje aunque de vida más breve y trágica. Don Maximiano también colaboró en El Correo de la Loma (1855), fundó La Verdad Católica (1868)  y La Fe Católica (1869) pero de su actividad política y sus preocupaciones sociales.

Don Maximiano Fernández del Rincón vivió en un tiempo en el que ser clérigo no era tarea fácil. Fueron años de incertidumbre y también de una intensa movilización católica. Se organizaron multitudinarios congresos católicos, entre 1889 y 1902, en Madrid, Zaragoza, Sevilla, Tarragona, Burgos y Santiago, se fundaron numerosas congregaciones de carácter asistencial y dedicadas a la enseñanza y, además, se potenció el asociacionismo obrero. Don Maximiano no fue ajeno a esta poderosa corriente. Consciente de la influencia de la prensa en la formación de la opinión y en su capacidad de movilización social, fundó durante el Sexenio Revolucionario, La Verdad católica, un periódico de signo tradicionalista y, por tanto, beligerante frente a los hombres de 1868 que no dudaron en encarcelar a su director, a su administrador y a su impresor. También colaboró en La fe católica, algo más templado en su línea editorial. Tuvo sinceras preocupaciones sociales e impulsó la formación de asociaciones obreras católicas en Baeza, Teruel y Guadix, contribuyó a la fundación de colegios, como los erigidos en Granada, Guadix y Baza, y apoyó, junto al también cofrade de la Santa Capilla, Muñoz Garnica, la instauración en Jaén de las Hermanitas de los Pobres como bien ha estudiado don Pedro Casañas Llagostera. Asimismo, denunció la extrema pobreza de los curas rurales, sujetos a las tiranías de caciques y alcaldes, y el desamparo de los campesinos y labradores como consta en una de sus intervenciones en el Senado. En otros aspectos era muy conservador e incluso reaccionario. Fue enemigo de la libertad de cultos pues temía la expansión del protestantismo en España, desconfiaba de la introducción de la gimnasia en los colegios, rechazó, con toda sensatez en este caso, la moda del espiritismo, hasta el punto de convertir en Granada a una familia completa que era dada a estas prácticas, y criticó la desmedida afición a medir cráneos, tan del gusto de algunos estudiosos de la época, como el doctor Olóriz. 

Fue obispo de Teruel y administrador de Albarracín y, más adelante, obispo de Guadix. Su designación para el obispado de Teruel fue un acontecimiento en Jaén -se hizo una suscripción popular para regalarle un báculo y un pectoral de oro- y en Baeza, donde hubo grandes demostraciones de júbilo en su honor. Sabemos, gracias a don Manuel Caballero Venzalá y a don Rufino Almansa Tallante que fue a Teruel acompañado por el presbítero don Pedro José Garrido al que nombró mayordomo y secretario de Cámara y Gobierno.

Durante su estancia en Teruel, entre 1891 y 1894, fue víctima de las iras anticlericales. Estos incidentes, ocurridos en julio de 1893, estudiados por doña Flavia Paz y don Mariano J. Esteban, se produjeron cuando don Maximiano prohibió el repique de campanas y la participación del clero local en una procesión cívica que conmemoraba una victoria sobre los carlistas en 1874. Su decisión provocó un motín en el que los anticlericales amenazaron con quemar el Palacio Episcopal al tiempo que gritaban mueras e injurias contra don Maximiano, los clérigos y las monjas ante la pasividad del alcalde y del gobernador. Se decía que los concejales repartieron pitos entre los alborotadores para mayor escarnio y mofa. Esto era demasiado para un obispo del siglo XIX  y, unos días después, ofendido y dolido, se trasladó e instaló en Albarracín para no volver más a Teruel. El asunto tuvo cierta importancia y se trató en el Consejo de Ministros y en las Cortes. Se llegó a plantear, incluso, la supresión del Obispado de Teruel aunque se evitó tal medida ante la indignación del vecindario que en su mayoría, todo sea dicho, lamentaba lo ocurrido. Don Maximiano, sitiado y hostigado, por fuerza tendría añoranzas de sus días de Jaén y Baeza. El arzobispado de Zaragoza aconsejó su traslado y en 1894 fue nombrado obispo de Guadix-Baza. Su actividad fue incansable y no exenta de contradicciones y polémicas. Recibió honores y reconocimientos y, además, fue senador del Reino. Murió en Guadix en 1907.


(Ángel Aponte Marín, publicado en Siempre,  números 17 y 18, 2023Santa Capilla de San Andrés, Jaén.)



VENTA DE AGUARDIENTE (1749)

El aguardiente era un producto de consumo general. En Jaén, a mediados del siglo XVIII, había al menos diez puestos en los que se despachaba...