viernes, 26 de abril de 2024

DON ALFONSO MONGE AVELLANEDA

 

(Imagen: Creative Commons Reconocimiento 3.0. Información obtenida del Portal de la Junta de Andalucía, Biblioteca Digital Andaluza. Procede de Don Lope de Sosa, 1915, p. 121, abril, 1915)

Nació en 1876, el año en que se aprobó la Constitución de Cánovas. Me pregunto si lo bautizaron con ese nombre en honor a Alfonso XII. Era natural de Pozo Alcón y, si bien nunca olvidó su origen, su vida estuvo unida a Jaén donde vivió en las calles Abades, Camarín de Jesús y Martínez Molina. Por su biografía, deduzco que fue un hombre inquieto, muy sociable, despejado y de probada capacidad de superación. Gracias a estas cualidades y a una formación ganada a pulso, ocupó puestos de relevancia en la sociedad giennense de la Restauración.  Fue socio fundador del Tiro Nacional, directivo de la Cruz Roja, presidente del Casino de Artesanos, miembro de la Junta Provincial de Turismo y vocal del Patronato Nacional de Turismo, directivo de la Real Sociedad Económica de Amigos del País y miembro de la Asociación de la Prensa de Jaén que presidió en 1926 y 1935; fue asimismo alcalde de Jaén en 1916, presidente de la Diputación en 1929 y gobernador de la Santa Capilla en 1922-1923. Militó en el Partido Conservador y, llegado el momento, apoyó la dictadura de Primo de Rivera, etapa en la que, como he indicado, fue nombrado presidente de la Diputación Provincial y, durante un breve período, en 1927, componente de la Asamblea Nacional. Durante la II República, cuando vinieron tiempos difíciles,  mantuvo sus convicciones monárquicas y fue seguidor de José Calvo Sotelo. 

Contó con muchos amigos, participó en innumerables banquetes, homenajes y saraos, viajó con frecuencia a Granada y Madrid y tuvo, asimismo, aficiones literarias y firmaba sus artículos con el pseudónimo de Asmodeo. Representó lo mejor de la alegría de vivir de la Restauración. Francisco Villaespesa le dedicó un poema, decadente y un poco macabro, titulado ‘Presentimiento’ que comenzaba: Ya pronto moriré, tiembla mi pecho / como agónica lámpara la vida./ Cuando mi cuerpo rígido se hiele / y se vidrie el cristal de mis pupilas,/ cubre mi rostro con aquel pañuelo /- blanco sudario de pasadas dichas-/ Que enjugó tantas veces nuestras lágrimas / en la noche fatal de mi partida”. Dios sabe lo que pasaría por la cabeza de don Alfonso, al que imagino tan jovial, cuando recordase versos tan agoreros. Quizás, de vuelta a su casa, por las calles de aquel Jaén de los años veinte y treinta, al caer la tarde o ya de noche cerrada, cavilaba resignado sobre este trago que a todos nos aguarda. Murió en 1935.

(Ángel Aponte Marín, Siempre, Santa Capilla de San Andrés, núm. 20, marzo de 2024)


jueves, 1 de febrero de 2024

DON MANUEL SAGRISTA Y NADAL



Desde su retrato conservado en San Andrés, camino de la Sala de Cabildos, don Manuel Sagrista y Nadal nos contempla desde la lejanía de su tiempo. Sedente, bien derecho, con el gesto serio y la mirada escrutadora del que sabe mucho de cuentas, negocios y política. Sostiene un papel en el que aparecen escritas las palabras “Por mi Dios, mi Rey y mi Patria”. De su condición de católico poco tenemos que decir pues más que probada está. De su filiación monárquica sí podemos matizar algunos detalles que consideramos de importancia. ¿A qué rey se refería don Manuel? , ¿a cuál rendía su fidelidad de buen vasallo?, ¿era quizás Fernando VII bajo cuyo reinado vivió su juventud?. No lo creemos. ¿ O era Don Carlos María Isidro?. Es evidente que, de acuerdo con lo escrito en dicha nota, debemos excluir a Isabel II.

Conocemos algunos datos de la biografía de don Manuel Sagrista y Nadal gracias a la semblanza publicada en Siempre, en el último trimestre de 1994. Nació en 1794 en Manresa, en una familia entre hidalga y burguesa. Pensamos que don Manuel tenía madera de tradicionalista, de gran reaccionario, tanto por su origen manresano, en cuya comarca eran muchos los que, cargados de agravios, querían coronar al infante Don Carlos María Isidro antes de la muerte de Fernando VII, como por su formación en Francia, todavía napoleónica o recién salida del Imperio, donde los realistas eran legión. No nos resulta, por tanto, extraño el lema que aparece en su retrato, ni que al llegar al poder don Baldomero Espartero en 1840, fuese perseguido y depurado por sus posiciones políticas. No fue la única ocasión en que don Manuel soportó la incierta situación de la cesantía. Estamos seguros que sus recursos y agencias le permitirían salir adelante, con mayor o menor soltura. Estaba, además, bien integrado en la burguesía giennense, por su matrimonio con doña Florentina de Bonilla y Salido, y contaba con buenas relaciones dentro y fuera de España gracias a su compañía, domiciliada en la calle Llana, número 13.

Don Manuel Sagrista estuvo por tanto situado entre el moderantismo más tradicionalista y el carlismo al que al final se adhirió. Fue apoderado de La España, que daba voz al duque de Riánsares, intrigante a más no poder y marido de Doña María Cristina, donde escribieron Donoso Cortés y nuestro Muñoz Garnica al que por fuerza conoció don Manuel.  Además, a mediados de la década de los cuarenta, velaba en Jaén por los intereses de La Esperanza, periódico católico monárquico que con el tiempo se convertiría en uno de los principales órganos de expresión del legitimismo. Es posible que don Manuel se aferrase a la Causa, sin perjuicio de sus antecedentes familiares, por considerarla el último recurso frente a la revolución. No fue caso raro e infrecuente en el moderantismo más conservador. Más adelante, ya en 1870, y al borde del levantamiento armado de los carlistas, encontramos, como miembro de la Junta Católico Monárquica de Jaén, a don José Sagrista. Creemos que puede tratarse de su hijo.

En la semblanza publicada en nuestro boletín en 1994,  consta que ingresó en la Santa Capilla en 1820. Fue miembro de su parentela,  gobernador en 1854, 1857 y 1858 y administrador entre 1860 y 1864. Siempre será recordado, con toda justicia, por librar a la Santa Capilla de San Andrés de los rigores desamortizadores. Este proceso ha sido estudiado con todo rigor por doña María Amparo López Arandia. Don Manuel, hombre muy fogueado, de gran experiencia en cuestiones contables y administrativas, supo defender con sagacidad y razones los intereses de la Institución. En las negociaciones con la Administración, y en concreto en la reunión del 31 de enero de 1857, estuvo presente don Enrique Antonio Berro y Román, administrador de Hacienda Pública y destacado moderado que, años antes, compartió con Sagrista y Nadal las persecuciones esparteristas. Sería interesante conocer hasta qué punto pudo influir esta vieja relación -una más en la política isabelina en Jaén- en la decisión de dejar en paz a la Santa Capilla. Por cierto los dos, don Manuel y don Enrique, murieron en 1870. Un asunto mucho más serio que las intrigas y censantías padecidas. De las opiniones de don José Sagrista y Nadal respecto a los procesos desamortizadores nos ocuparemos, si Dios quiere, en otra ocasión.

(Ángel Aponte Marín, Siempre, Santa Capilla de San Andrés, núm. 5, junio de 2021)


jueves, 18 de enero de 2024

DON MATEO CANDALIJA

Era extremeño de nacimiento, de Llerena, y vino al mundo en el seno de una familia de clase media. Su padre era profesor de Filosofía. Vivió sus primeros años en la España heredera de nuestro gran siglo XVIII, tan desconocido como injustamente valorado. La meritocracia, ahora tan criticada y tan necesaria siempre, no era desconocida en la modesta burguesía española antes de la Revolución Francesa, de Napoleón y de las revoluciones liberales.  Mateo Candalija encontró en los libros el camino para, como decían los antiguos, ser un hombre de provecho y carrera. Así, inició en fecha temprana sus estudios de Filosofía y Retórica y después, como tantos de su condición y saber, su formación como jurista en la Universidad de Granada. Con poco más de veinte años era ya Bachiller en Leyes y en Cánones. Estos títulos le permitieron, más adelante, ser recibido como abogado por la Real Chancillería de Granada. Estaba ya en Jaén en 1808. Miguel Ángel Chamocho Cantudo, al que debemos muchos datos aquí mencionados, afirma que posiblemente llegó junto a Antonio María de Lomas, aquel corregidor que tan desastrada muerte tuvo al principio de la Guerra de la Independencia. 

Al producirse el levantamiento contra Napoleón, Mateo Candalija tomó partido por la causa de la Nación. Sus servicios fueron muchos y nunca, a pesar de las presiones y penurias que padeció, aceptó cargos o empleos del Intruso. En 1813, con la retirada de los franceses, volvió a Jaén y abrió casa en la calle Turronería. Allí vivió el resto de su vida. Estaba cerca de los treinta años y ya contaba con un buen nombre y cierto prestigio en la sociedad local. Su formación y sus méritos, como patriota y liberal, lo situaban en una buena posición para iniciar y consolidar una prometedora carrera. De acuerdo con lo anterior, fue nombrado oficial primero y abogado consultor del Ayuntamiento de Jaén. Con la vuelta del absolutismo, entre 1814 y 1820, sufrió persecuciones por razones políticas. Después, durante el Trienio Liberal fue alcalde constitucional de Jaén. En 1823 cambiaron otra vez las tornas y volvieron los tiempos de persecución y de silencio. Su nombre apareció, junto al de José María de Cuéllar - del que nos ocupamos en un anterior número de Siempre- en listas de liberales y de comuneros, como consta en las investigaciones de Marta Ruiz Jiménez. Figurar en tales relaciones en tiempos de despotismo no era cosa para tomarse a broma. 

Con la muerte de Fernando VII muchos liberales recuperaron su presencia pública. También se atenuaron los viejos radicalismos y las pasiones políticas. Los furores jacobinos evolucionaron, en muchos casos, hacia un liberalismo más templado e incluso abiertamente moderado. Éste fue el caso de Mateo Candalija que vivió años de gran actividad y reconocimiento. Sólo haremos un bosquejo  de su trayectoria en el Jaén isabelino. Así, en 1834, en plena epidemia de cólera, lo encontramos en la Junta de Sanidad, en la Junta de Instrucción Pública y de Beneficencia y también como gobernador de la Santa Capilla de San Andrés; en 1848 participó en la fundación del Colegio de Abogados de Jaén y en 1849 accedió por segunda vez, y durante un breve período no exento de polémicas, a la alcaldía de Jaén en sustitución de Juan Pedro Forcada;  fue secretario de la Diputación Provincial de Jaén, consejero y vicepresidente del Consejo Provincial de Jaén, aportó donativos para los heridos y viudas de las víctimas de los sucesos de julio de 1854 y, en 1860 formó parte de una comisión enviada a Madrid y relacionada con la construcción del ferrocarril en la provincia de Jaén, todo esto unido a su ejercicio profesional como abogado. Fue una vida del XIX español. Murió en marzo de 1867. 

Ángel Aponte Marín.

(Publicado en Siempre, Santa Capilla de San Andrés, núm.9, abril de 2022.)


miércoles, 10 de enero de 2024

DON FERNANDO CASTRILLO DE MENDOZA

Fue caballero veinticuatro de Jaén. Hizo la guerra de Granada, la del levantamiento de los moriscos, y allí estuvo, entre penalidades y despeñaderos, con dos lanzas y cuatro arcabuceros a su costa. No recibió recompensa, ni merced alguna. Después, como veinticuatro, ejerció su oficio con seriedad y celo. Así, en 1590, antes de una votación, pidió consejo a “personas de ciencia y conciencia de lo que más conviene hacer al servicio de Dios Nuestro Señor, de Su Majestad, y bien desta república”, pues no eran asuntos menores los que se trataban en el Cabildo municipal de una ciudad con voto en Cortes. Formó parte de una liga de caballeros veinticuatro, encabezada por Luis de Escobar, un hidalgo de muchos años y autoridad en Jaén, que defendía con resolución y libertad el bien de la Ciudad y de la Monarquía. Dentro del gobierno del Concejo, don Fernando Castrillo de Mendoza participó en distintas comisiones. En 1606 se le encomendó, junto a don Ambrosio Suárez del Águila, también cofrade de la Santa Capilla, la reorganización y alistamiento de los caballeros de cuantía, una tarea muy difícil, impopular, fuente segura de enemistades y pesadumbres. Nadie quería figurar en esta caballería de buenos hombres llanos, una pesadilla para los que se tenían por hidalgos y, por no contar con ejecutorias o no constar como tales en los padrones, eran convocados a los alardes en perjuicio de su nobleza. También en ese mal año de 1606, en que faltó el pan, don Fernando fue hacedor de Rentas Reales y expuso ante el Cabildo, con claridad y a palo seco, los malos tragos padecidos por los pobres del Hospital de la Misericordia. En 1604, año también de grandes hambres, fue nombrado gobernador de la Santa Capilla.

Asistió como procurador, junto a don Gonzalo Messía y Carrillo, a las Cortes convocadas en 1583. En 1586 envió a Felipe II un memorial en que declaró que “ha servido en ellas desde que se propusieron hasta que se han acabado sin hazer día de ausencia, con mucho cuidado en las ocasiones que se han ofrecido del servicio de VM”. Esta continua presencia en Madrid le supuso un quebranto económico “aviendo gastado de su hazienda por la costa que ha tenido con su persona y criados por ser los años passados tan estériles”. Pidió, en compensación, un hábito de Santiago y la alcaidía o la tenencia de alguna fortaleza del Reino de Granada. No era nada extraordinario pero creo que todo quedó en poco pues, al final del memorial, está escrito, quizás de puño y letra del Rey y con severidad escurialense : “dénsele cinquenta myll maravedíes de juro de por vida o hasta que se le haga otra merced equivalente”.

Los Castrillo no fueron afortunados en asunto de sinecuras. Pasaron más de sesenta años y otro don Fernando Castrillo de Mendoza, probablemente nieto del gobernador de la Santa Capilla, solicitó al Rey, como premio a los servicios de su padre y abuelo, “le honre en las Indias con uno de los gobiernos siguientes: de Guanchabélica, de la provincia de Chiquito, de Tucumal, Cartagena de Indias, Caxamarca la Grande, el Potosí en el Perú, corriximiento de el Cuzco, el de Arequipa, el de Aricha, el de Cochabamba”. Consideraba que “con cualquiera de estos gobiernos que Vuestra Magestad le haga merced se dará por muy premiado y espera de Vuestra Magestad recibirla”. Singular privilegio era éste, el de marchar a la aventura, camino de esas plazas remotas de nuestro Imperio, y allí bregar con la nostalgia, la distancia y mil riesgos. Desconozco lo que vino después.

Ángel Aponte Marín

(Publicado en Siempre, Santa Capilla de San Andrés, número 19, enero de 2024)

viernes, 5 de enero de 2024

DON AMBROSIO SUÁREZ DEL ÁGUILA

Vivió durante los reinados de Felipe II y Felipe III. Descendía del obispo don Alonso Suárez de la Fuente del Sauce, casó con doña Isabel de Biedma y no tuvo descendencia. Fue elegido gobernador de la Santa Capilla en 1607 y 1613. Ejerció durante muchos años su oficio de caballero veinticuatro de Jaén al que renunció, a favor de don Juan Coello de Portugal, en 1617. En 1611 era el regidor más antiguo del Cabildo municipal y uno de los más poderosos e influyentes gracias a sus conocimientos, su lucidez y su experiencia. Contaba con una sólida formación, escribió, al menos, un tratado sobre cuestiones nobiliarias y tuvo fama de gran lector. Fue además un hombre que hablaba claro y sin miedo. Los corregidores de su tiempo, en sus cartas a los consejeros de Castilla y a la Corte, dieron buena cuenta de su independencia e influencia. En su temperamento y en sus ideas, coincidió con don Alonso Vélez Anaya y Mendoza, del que nos ocupamos en una anterior entrega de Siempre, y que también gobernó la Santa Capilla a mediados del XVII. Tengo por seguro que esta conducta les costó, a uno y a otro, no hacer carrera pues, por su linaje, preparación y rectitud, bien podrían haber desempeñado un buen corregimiento e incluso puestos de mayor rango. Así eran y son las cosas.

Las posiciones políticas y el estilo de don Ambrosio Suárez del Águila representan con notoriedad el espíritu de la España que vivió el paso del siglo XVI al XVII. Sus estudios históricos, sus contactos con las más altas instituciones y su pertenencia a una élite, bien informada de lo que pasaba en el mundo, le permitieron fundamentar con rigor sus opiniones.  A don Ambrosio, formado en el tiempo de Felipe II y testigo de los primeros signos de declinación de nuestro imperio, le dolían los males que mortificaban a la Monarquía Católica. España estaba asediada por mil enemigos y había que defenderla. No quedaba más remedio. Consideraba, y así lo expresó ante el Cabildo municipal en 1600, que el Rey debía armarse y hacerse con “fuerzas bastantes para defender y castigar las insolencias y atrevimientos de tantos enemigos y tan poderosos que, con tanto cuidado, procuran disminuir y arruinar los estados de Su Majestad y su real nombre y reputación y de la nación española”. Todos debían contribuir a la defensa de los reinos, señoríos y vasallos que “Rey tan poderoso” había recibido de Dios aunque don Ambrosio sabía que la mayor carga sería soportada por “los de Castilla, Andalucía y Reyno de Murcia que como cabeza de todos los demás y que con más lealtad y fe sirven a Su Majestad, deven ser antepuestos a ellos y la reputación de su Real Persona y de la nación española”. Bien valía la pena, por tanto, hacer este sacrificio por España que “con tantas ventajas a sido y es reconocida sobre todas las del mundo desde que Tubal, su primer poblador, hizo asiento”. Era obligado empuñar la pica con ánimo y, cuanto antes, lidiar con los enemigos de siempre -franceses, protestantes y turcos- en sus propias casas y así “desviar deste [Reino] la guerra y trabajos de ella, el qual medio es el más cierto para goçar de los españoles de la paz y tranquilidad que tantos años han goçado que es el fin principal de todo buen gobierno”.

Este viejo gobernador de la Santa Capilla, don Ambrosio Suárez del Águila, siempre realista, no expresaba fantasías trasnochadas o nostálgicas. España todavía tenía fuerzas suficientes para mantener su reputación y su hegemonía en Europa. Años después, al expirar la Tregua de los Doce Años, esta voluntad de rearme inspirará las líneas fundamentales de la política exterior española defendida por don Baltasar de Zúñiga y por el conde duque de Olivares. Décadas después, ya lo sabemos, todo acabó en derrota. Mucho más podríamos escribir sobre don Ambrosio Suárez del Águila; sobre su familia, sobre su visión de la situación económica de Jaén y sobre ciertos rasgos de su carácter. Quede esto pendiente para otra ocasión.

(Ángel Aponte Marín, publicado en Siempre, Santa Capilla de San Andrés, número 15, 2023)


jueves, 4 de enero de 2024

DON MAXIMIANO FERNÁNDEZ DEL RINCÓN

Nació en Jaén en 1835 dentro de una familia de clase media. Sus padres fueron don José Fernández del Rincón y Anguita, que había sido secretario de la Prefectura de Jaén en 1812 y afrancesado por convencimiento o fuerza mayor, y doña Gregoria de Soto Dávila. No le faltaban antecedentes linajudos, muy valiosos todavía pero que iban a menos en aquella España recién salida del absolutismo y cambiante a fuerza de revoluciones, sobresaltos y pronunciamientos. Así, don Maximiano tomó la meritoria senda del estudio para labrarse un porvenir y, tras pasar por las aulas del Instituto Virgen del Carmen, obtuvo el título de Bachiller en Filosofía. A los diecisiete años ingresó en el Seminario San Felipe Neri de Baeza del que, tiempo después, sería rector. En 1859 era ya presbítero y, a fuerza de ganar oposiciones, accedió al nombramiento de párroco del Sagrario de Baeza y después, en 1866, pasó a serlo del Sagrario de Jaén. Al año siguiente fue recibido en la Santa Capilla de San Andrés. En 1871 era lectoral de la Catedral de Granada en cuyo seminario impartió clases. Es evidente que don Maximiano tuvo una sólida formación pues fue licenciado y doctor en Sagrada Teología, bachiller en Derecho Canónico y profesor de Filosofía, Teología Dogmática y Moral, Hebreo, Oratoria Sacra, Sagradas Escrituras, Matemáticas, Lógica, Metafísica y Ética. Nada que ver con la imagen del clérigo cerril, esperpéntico e ignorante difundida por las publicaciones anticlericales de su tiempo y que, lamentablemente, hoy muchos dan por cierta contra todo rigor histórico. Fue, además, examinador sinodal de las diócesis de Granada, Tarragona, Córdoba y Pamplona y director del Seminario de Baeza. 

Tantos títulos y dignidades no hicieron de él un hombre engolado y pedante sino que, así lo afirman los que lo conocieron, se caracterizó por su trato sencillo, nada ostentoso y de gran simpatía personal, algo que destacó la Reina Regente, Doña María Cristina de Habsburgo que no debió de ser persona fácilmente impresionable y que dijo de él: “no he conocido en mi vida un obispo más simpático, más ilustrado y más humilde”. Tampoco fue un hombre retraído y encerrado en sí mismo pues supo estar en el mundo y bien atento a las nuevas corrientes de su tiempo. Tuvo también aficiones poéticas y participó en la Corona poética esparterista con su composición “En felix restauración de la libertas”  y en El romancero de Jaén, dedicado a Isabel II, con un romance caballeresco, medievalizante y tardorromántico, “Los doce leones de Úbeda”, que comenzaba “ Volaba de triunfo en triunfo, / Alonso rey de Castilla, / onceno ya de su nombre, / primero en glorias cumplidas.” También escribió libros religiosos con títulos como Permuta de Corazones, Desposorio del Alma y Escuela de humildad que nos recuerdan el mundo descrito por el Padre Coloma en Pequeñeces.

Prueba de su modernidad fue su interés por la prensa, un medio que consideraba de gran influencia social y de indudable utilidad para difundir los principios católicos. En su mocedad colaboró en cabeceras tan desenfadadas como El recreo de la juventud (1857), un semanario “literario científico” de vida muy efímera pues, como indica Checa Godoy, apenas se mantuvo durante dos o tres meses y donde publicó sus primeros poemas Bernardo López, de la misma generación que nuestro personaje aunque de vida más breve y trágica. Don Maximiano también colaboró en El Correo de la Loma (1855), fundó La Verdad Católica (1868)  y La Fe Católica (1869) pero de su actividad política y sus preocupaciones sociales.

Don Maximiano Fernández del Rincón vivió en un tiempo en el que ser clérigo no era tarea fácil. Fueron años de incertidumbre y también de una intensa movilización católica. Se organizaron multitudinarios congresos católicos, entre 1889 y 1902, en Madrid, Zaragoza, Sevilla, Tarragona, Burgos y Santiago, se fundaron numerosas congregaciones de carácter asistencial y dedicadas a la enseñanza y, además, se potenció el asociacionismo obrero. Don Maximiano no fue ajeno a esta poderosa corriente. Consciente de la influencia de la prensa en la formación de la opinión y en su capacidad de movilización social, fundó durante el Sexenio Revolucionario, La Verdad católica, un periódico de signo tradicionalista y, por tanto, beligerante frente a los hombres de 1868 que no dudaron en encarcelar a su director, a su administrador y a su impresor. También colaboró en La fe católica, algo más templado en su línea editorial. Tuvo sinceras preocupaciones sociales e impulsó la formación de asociaciones obreras católicas en Baeza, Teruel y Guadix, contribuyó a la fundación de colegios, como los erigidos en Granada, Guadix y Baza, y apoyó, junto al también cofrade de la Santa Capilla, Muñoz Garnica, la instauración en Jaén de las Hermanitas de los Pobres como bien ha estudiado don Pedro Casañas Llagostera. Asimismo, denunció la extrema pobreza de los curas rurales, sujetos a las tiranías de caciques y alcaldes, y el desamparo de los campesinos y labradores como consta en una de sus intervenciones en el Senado. En otros aspectos era muy conservador e incluso reaccionario. Fue enemigo de la libertad de cultos pues temía la expansión del protestantismo en España, desconfiaba de la introducción de la gimnasia en los colegios, rechazó, con toda sensatez en este caso, la moda del espiritismo, hasta el punto de convertir en Granada a una familia completa que era dada a estas prácticas, y criticó la desmedida afición a medir cráneos, tan del gusto de algunos estudiosos de la época, como el doctor Olóriz. 

Fue obispo de Teruel y administrador de Albarracín y, más adelante, obispo de Guadix. Su designación para el obispado de Teruel fue un acontecimiento en Jaén -se hizo una suscripción popular para regalarle un báculo y un pectoral de oro- y en Baeza, donde hubo grandes demostraciones de júbilo en su honor. Sabemos, gracias a don Manuel Caballero Venzalá y a don Rufino Almansa Tallante que fue a Teruel acompañado por el presbítero don Pedro José Garrido al que nombró mayordomo y secretario de Cámara y Gobierno.

Durante su estancia en Teruel, entre 1891 y 1894, fue víctima de las iras anticlericales. Estos incidentes, ocurridos en julio de 1893, estudiados por doña Flavia Paz y don Mariano J. Esteban, se produjeron cuando don Maximiano prohibió el repique de campanas y la participación del clero local en una procesión cívica que conmemoraba una victoria sobre los carlistas en 1874. Su decisión provocó un motín en el que los anticlericales amenazaron con quemar el Palacio Episcopal al tiempo que gritaban mueras e injurias contra don Maximiano, los clérigos y las monjas ante la pasividad del alcalde y del gobernador. Se decía que los concejales repartieron pitos entre los alborotadores para mayor escarnio y mofa. Esto era demasiado para un obispo del siglo XIX  y, unos días después, ofendido y dolido, se trasladó e instaló en Albarracín para no volver más a Teruel. El asunto tuvo cierta importancia y se trató en el Consejo de Ministros y en las Cortes. Se llegó a plantear, incluso, la supresión del Obispado de Teruel aunque se evitó tal medida ante la indignación del vecindario que en su mayoría, todo sea dicho, lamentaba lo ocurrido. Don Maximiano, sitiado y hostigado, por fuerza tendría añoranzas de sus días de Jaén y Baeza. El arzobispado de Zaragoza aconsejó su traslado y en 1894 fue nombrado obispo de Guadix-Baza. Su actividad fue incansable y no exenta de contradicciones y polémicas. Recibió honores y reconocimientos y, además, fue senador del Reino. Murió en Guadix en 1907.


(Ángel Aponte Marín, publicado en Siempre,  números 17 y 18, 2023Santa Capilla de San Andrés, Jaén.)



miércoles, 1 de febrero de 2023

CABALLISTAS ENTRE PRIEGO Y ALCALÁ LA REAL (1900)

La inseguridad en los caminos se mantuvo en la España interior durante mucho tiempo. El bandolerismo, los robos en despoblado, los secuestros y el contrabando no se limitaron al siglo XIX. En La Época se dio cuenta del siguiente suceso, acaecido en 1900:

"El capitán jefe de la Guardia Civil de Priego (Córdoba) ha telegrafiado participando que el coche correo de Priego a Alcalá fue sorprendido en los límites de la provincia de Jaén una partida de cinco hombres armados con tercerolas y tres de ellos a caballo.

Detenido el coche, intentaron cambiar un caballo, no realizándolo ante las súplicas del conductor.

La partida continuó su camino sin molestar a los viajeros.

La Guardia Civil de los diferentes puestos de la comarca ha emprendido la persecución de la partida."

(La Época, 3-1-1900).


martes, 4 de octubre de 2022

DON FRANCISCO CORONADO Y VARGAS Y LA JURA DE FERNANDO VI

Don Francisco Coronado y Vargas nació en 1680. El nueve de octubre de ese año a las seis de la mañana, día de san Dionisio Areopagita, tembló la tierra en Jaén. Pensaron que la sacudida era un aviso por los pecados y el desorden de los tiempos. Éste era el mundo en el que don Francisco vivió su niñez y mocedad, el de los tristes días del reinado de Carlos II cuando parecía que el Reino naufragaba sin remedio alguno. Don Francisco debió de ser hombre animoso pues fue capitán de caballos en 1706, cuando la Guerra de Sucesión. No sabemos si llegó a combatir pero justo es decir que acudió al llamamiento de su Rey. Era lo que se esperaba de todo hombre de obligaciones pues era hidalgo y venía de tales desde tiempo inmemorial. Su padre, su abuelo y su bisabuelo ejercieron la alcaldía de la Santa Hermandad por el estado noble y los de su linaje pertenecieron a la cofradía de Santa María de los Caballeros que sólo admitía a nobles entre los suyos.  Fue, además, del hábito de Calatrava, veinticuatro de Jaén y perteneció al Consejo de Hacienda y a la Contaduría Mayor de Cuentas. Junto a lo anterior, tuvo el honor de ser nombrado gobernador de la Santa Capilla en 1734, año terrible en el que hubo muchas muertes por hambre. Después volvió a gobernar la Institución en 1745 y 1749. 


Cuando se juró a Fernando VI en Jaén, el 30 de octubre de 1746, don Francisco formaba parte del Cabildo municipal y le correspondió, como veinticuatro más antiguo, llevar el Real Estandarte hasta la Catedral en un gran cortejo formado por los trompetas de la Ciudad, cuatro reyes de armas, los ministros de la Justicia, el alcalde mayor, el teniente del corregidor, el Cabildo catedralicio,  los caballeros veinticuatro, los jurados y los escribanos del Cabildo. Una vez en la Catedral, el pendón fue bendecido por el Deán, entonaron el Te Deum Laudamus, repicaron las campanas y hubo salvas de honor disparadas por la tropa del Castillo, de la que era capitán el duque de Santisteban, teniente el marqués de Acapulco, gobernador de la Santa Capilla unos años más tarde, y alférez don Sebastián Jerónimo de Morales. Después, desde la galería de las Casas del Cabildo, en la Plaza de Santa María, el alférez mayor “diole toda la atención el silencio, y llamando tres veces a Castilla, tremoló el estandarte por el señor Don Fernando el sexto juró Jaén a su rey”. Era un ritual de profundo significado pues anunciaba la llegada de un nuevo rey y, con la continuidad de la Monarquía, la conservación del orden natural y legítimo de las cosas sin el que los reinos estaban condenados a la infelicidad y al caos. El gobierno de la Ciudad compartió su júbilo con el paisanaje “tirando gruesa porción de monedas de todos los valores” que mostraban por una cara al Rey y por la otra las armas de Jaén. Eran las llamadas medallas de proclamación que era costumbre lanzar para alborozo general. Mandaron acuñar para la ocasión tres modelos distintos en plata fundida. En una de estas medallas aparecía el busto del Rey, muy gallardo con su peluca y armadura.


El día amaneció soleado pero hacia las dos de la tarde llovió a mares como corresponde a nuestro octubre, entre la Virgen del Pilar y los Santos. Las aguas “empezaron como rocío y concluyeron como inundación”. Después se serenó el tiempo. Así lo hizo constar don Vicente Rodríguez de Medrano, secretario del corregidor y superintendente de Jaén y provincia, que escribió la relación de las solemnidades y festejos que duraron cuatro días.


(Ángel Aponte Marín,  publicado en Siempre, Santa Capilla de San Andrés, número 12,  2022.)


miércoles, 15 de junio de 2022

JOSÉ MARÍA DE CUÉLLAR: AFRANCESADO Y LIBERAL.

 Don José María de Cuéllar fue gobernador de la Santa Capilla de San Andrés durante un breve período, entre 1845 y 1846. Conocemos distintos aspectos de su vida gracias a las investigaciones de don Isidoro Lara Martín-Portugués, don Manuel López Pérez y don Miguel Moreno Jara. Nuestro personaje nació en Montilla en 1766. Vivió, como todos los de su generación, años muy turbulentos y recorrió caminos desafortunados y quizás no elegidos. Acabó sus estudios de Derecho, fue alcalde mayor en Castellón y después accedió al corregimiento de Toro, cargo que ejercía en mayo de 1808. Al iniciarse la guerra contra Napoleón, don José María se trasladó a Madrid para pasar después a Sevilla donde se puso a las órdenes de la Junta Central. Desde allí, volvió a su villa natal. A finales de  1809, los franceses, según declaró años después, lo obligaron a aceptar el cargo de corregidor de Montilla. Ya comprometido con la causa josefina, fue destinado a Jaén como miembro de la Junta Criminal de la que también formaron parte el conde de Cazalla y don Juan Nepomuceno Lozano. No era un puesto cualquiera el endosado a don José María pues obligaba a reprimir cualquier acto de resistencia o desafección hacia la ocupación francesa. Al terminar la guerra, don José María de Cuéllar fue acusado de afrancesado y sometido a los habituales procesos de purificación y demás inquisiciones. A pesar de todo, en esos años posteriores al final de la guerra, contó con cierto reconocimiento de las élites giennenses como lo prueba su condición de segundo secretario de la Real Sociedad Económica de Amigos del País que era, a fin de cuentas, un club formado por personajes de la nobleza local y de la burguesía de fuste. En honor a la verdad, no fue el único notable de la ciudad que había templado gaitas con los franceses para, según decían con razón o sin ella, atenuar los rigores de su ocupación militar. 


La situación de don José María, a pesar de todo y durante mucho tiempo, no fue ni cómoda ni segura y tuvo que ver con buenos ojos el retorno de los constitucionales en 1820. Ya con los liberales en el poder, sentó plaza en la Sociedad Patriótica de Jaén, fue nombrado síndico por el Ayuntamiento y colaboró en la constitución de ayuntamientos constitucionales en la provincia. Fue entonces cuando solicitó a las Cortes su rehabilitación y que se pasase página respecto a su pasado pues, además, necesitaba allanar ciertos obstáculos para su ejercicio profesional. No acabaron aquí, sin embargo, sus enojos y achaques políticos ya que, con el retorno de los absolutistas en 1823, a su historial de viejo afrancesado se le añadió su conducta de liberal exaltado. Fue llamado a capítulo por los realistas airados que gobernaban el Cabildo municipal de Jaén y le pidieron cuentas de sus fervores liberales. Por don Isidoro Lara sabemos que don José María alegó que sus actuaciones siempre trataron de suavizar “la malignidad de sus individuos dirigida a perturbar y afligir con sus providencias a determinadas personas de honradez y buenos sentimientos de esta capital”. Respecto a la salida de Riego afirmó, con cierto exceso retórico,  que “el dolor se convirtió en gozo, las lágrimas en placer, y vimos correr a las tropas de Riego y desalojar nuestro suelo perseguidas por franceses y españoles en diferentes direcciones; Jaén respiró entonces de su congoja y la dulce paz se restituyó a sus hogares”. Eran argumentos parecidos a los que debió de recurrir en 1814. En fin, como dejó escrito Galdós: “había que volver al redil, echar tierra a lo pasado y conducirse como si nada hubiese sucedido; hacer pedazos la nueva casaca, cuidando de esconder estos donde nadie los viese y meter el cuerpo en la antigua”. ¿Cómo valorar la trayectoria de don José María de Cuéllar?. Quizás fuese hombre ambicioso o que, sencillamente, no supiese decir que no. También es posible que tuviera una irrefrenable facilidad para comprometerse en aventuras políticas. Sus escritos demuestran una sincera preocupación por la educación popular y por el carácter regenerador de la cultura, todo dentro de la herencia ilustrada que afrancesados y liberales compartieron. Don José María de Cuéllar vivió discretamente sus últimos años. En noviembre de 1845 fue elegido para la honrosa tarea de ser  gobernador de la Santa Capilla. Poco tiempo le concedió Dios para tal ejercicio pues murió el 13 de enero de 1846.


(Ángel Aponte Marín, publicado en Siempre, Santa Capilla de San Andrés, Jaén, 6, 2021.)



miércoles, 22 de julio de 2020

JAÉN POR LA PRINCESA DE ASTURIAS (1833)


El 20 de junio de 1833, en un ambiente de insurrección y guerra civil, las Cortes juraron a la Princesa de Asturias, doña Isabel. Asistieron como procuradores por Jaén, el vizconde de Los Villares y Don Jerónimo Soriano y García. El juramento se tomó en San Jerónimo. Como era tradicional, en cuanto a la precedencia de las ciudades con voto en Cortes, se produjo una disputa entre Toledo y Burgos. También, por una cuestión protocolaria, se leyó una declaración de Felipe V “sobre la preferencia del Reino de Jaén al de Mallorca”